miércoles, 27 de julio de 2011

Greenspan, el pavote y Adam Smith, el socialista

Alan Greenspan, quien presidiera el Banco Central de los Estados Unidos durante 18 años, declaró en el Congreso que la súbita crisis lo había tomado por sorpresa y que no la entendía. Al preguntársele si se arrepentía por haber preconizado y logrado la eliminación de controles estatales a la actividad financiera, admitió haberse equivocado y reconoció que es precisa alguna intervención estatal en la actividad económica privada. El caso de Greenspan tiene especial interés para los economistas, porque este individuo fue un fiel discípulo de la escuela austriaca de economía, encabezada por Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek y Murray Rothbard. Esta escuela se hizo famosa en los Estados Unidos gracias en parte a la campaña de Ayn Rand (el seudónimo de Alisa Rosenbaum). Esta mujer fue una novelista y ensayista enormemente popular, aunque sin otra credencial académica que una licenciatura en pedagogía obtenida en la Universidad de San Petersburgo, poco antes de emigrar a los Estados Unidos. El joven Greenspan fue miembro del círculo íntimo de Ayn Rand en Nueva York. De ella aprendió su “egoísmo racional”, así como su “anarco-capitalismo” y su oposición visceral a toda reforma social. Greenspan declaró que siempre había creído que el egoísmo que aprendió de su admirada Ayn Rand, y tan natural en quienes manejan dinero ajeno, les impediría a los banqueros asumir riesgos irracionales. Ni la maestra ni su mejor alumno entendieron que una sociedad de egoístas es tan imposible como un partido anarquista, ya que no hay convivencia sin toma y daca. Además, la expresión “ética egoísta” es contradictoria, porque la ética se ocupa de la conducta moral, la que es pro social, no antisocial. Tampoco entendió el banquero de banqueros que los bancos no pueden prosperar si no gozan de la confianza de sus clientes, y que para merecer tal confianza deben limitar su codicia, su afán por explotar y su estupidez.

Adam Smith, fundador de la teoría económica moderna y paladín del mercado libre, era partidario del impuesto a la renta y a la vivienda, y en particular al progresivo, al que aumenta exponencialmente con la riqueza. En efecto, en su obra La riqueza de las naciones, de 1776, Smith alega elocuentemente en favor del impuesto a los ricos. En el Volumen 2, Capítulo V, Parte II, Artículo 1 de su manual del capitalismo, Smith escribió: “Los artículos de primera necesidad ocasionan la mayor parte del gasto de los pobres. Les resulta difícil conseguir alimentos, y gastan la mayor parte de lo poco que ganan en obtenerlos. Los lujos y las vanidades de la vida ocasionan los principales gastos de los ricos; y una casa magnífica embellece y exhibe de la mejor manera los demás lujos y vanidades que poseen. Por consiguiente, un impuesto a las rentas provenientes de la vivienda pesaría más sobre los ricos; y tal vez una desigualdad de esta clase no sería nada irrazonable. No es muy irrazonable el que los ricos contribuyan al gasto público, no sólo en proporción a su ingreso, sino en algo más que en esa proporción”. En resumen, Adam Smith era favorable a la imposición progresiva, de modo que le hubiera escandalizado la política impositiva de los gobiernos reaccionarios. Esta postura de Smith no debe extrañar, ya que, antes de dedicarse a la teoría económica, había sido profesor de ética y se había especializado en los sentimientos morales, en particular la simpatía y la empatía, a los que consideraba la raíz de la conducta moral. Por esto, no sorprende que se horrorizase de los sufrimientos de los pobres de su época, en particular de los campesinos sin tierra, cuyos hijos no llegaban a cumplir 10 años de edad debido a la grave desnutrición. Tampoco le hubiera gustado saber que Gran Bretaña sigue siendo, de todas las naciones prósperas, la de mayor pobreza infantil, a la par que los Estados Unidos es uno de los de mayor mortalidad infantil. En resumen, Adam Smith no fue el conservador que imaginan quienes no lo han leído. Al contrario, fue progresista en su lucha contra los terratenientes, en su denuncia de la miseria, en su defensa del impuesto progresivo a la riqueza y en su denuncia de la ausencia de libertad sindical. Al fin y al cabo, todos sus grandes discípulos, los grandes economistas clásicos –David Ricardo, John Stuart Mill y Karl Marx– fueron socialistas. Posiblemente, si viviera hoy, el escocés sería tildado de socialista.

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