El año pasado, Japón dejaba de ser la segunda economía más fuerte del mundo. Las cifras provisionales que el gobierno nipón había comunicado mostraban que el crecimiento era menor a uno por ciento, cediendo ante la locomotora china. Detrás de ese fenómeno asoma la incesante pelea del gobierno japonés para reducir el déficit fiscal y frenar la deflación. La economía nipona ha estado estancada durante más de un decenio y se contrajo a un ritmo anualizado de 1,3 por ciento en el último trimestre del año pasado. El impacto de la catástrofe que acaba de sufrir ya se lee en clave mundial como un inesperado obstáculo para las expectativas de recuperación de los países más desarrollados, que después de la crisis de 2008/2009 crecieron muy por debajo de las economías emergentes. Aún con su anemia, Japón es la tercera economía del mundo y uno de los principales actores en el flujo del comercio internacional. Y justamente allí está la llaga que anticipa las eventuales heridas para un referente industrial y un proveedor de bienes y servicios global. Es decir, Japón es una economía netamente exportadora y con lazos consolidados en Estados Unidos, además de países de la Unión Europea. Del cierre de refinerías, plantas automotrices y empresas de manufacturas electrónicas no se puede esperar nada bueno. Las pérdidas de estas compañías, sumadas a las complicaciones que supondrá el desembolso extra que deberá enfrentar el gobierno nipón (más allá de la ayuda internacional), anticipan un retroceso en los valores de mercado.
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