jueves, 10 de agosto de 2006

La industria de la ciencia

En sus cinco siglos de historia, la ciencia moderna atravesó los mismos estadios evolutivos que otras actividades sociales: del amateur al profesional, del artesano al obrero. Hoy la actividad científica se ha industrializando. Los “laboratorios” son en realidad fábricas de ciencia y tecnología; y los investigadores, asalariados de lujo. Se trata de una mutación bastante reciente, que apenas se remonta a la segunda posguerra mundial. Recordemos que la actividad científica había sido orgullosamente amateur entre los griegos. Platón execraba a los sofistas por ser profesores rentados, y los pitagóricos echaron al matemático Hipócrates de Quíos por cobrar sus lecciones. En el Medioevo, los hombres de ciencia como Roger Bacon, el Cardenal de Cusa y Copérnico vivían en general de sus oficios eclesiásticos, y durante el Renacimiento recurrían a algún mecenas para “ganarse el sustento”, como decía Leonardo. Los mejores evitaban las universidades, porque eran experimentadores, y el método de lectura y comentario de textos les resultaba absurdo. Tampoco eran muy estimados, si consideramos que Galileo ganaba apenas 60 escudos al año en la Universidad de Pisa (el olvidado profesor Mercurialis ganaba 2 mil) y sobrevivía alquilando cuartos a estudiantes y vendiendo instrumentos o productos de granja. Unas décadas más tarde, las cosas estaban cambiando y Newton, que era profesor universitario, presidía aquella Royal Society (1662) que ya contaba con RECONOCIMIENTO ESTATAL. El científico comenzó a profesionalizarse cuando Colbert, el poderoso ministro de Luis XIV, quiso acercar a la universidad esa nueva clase de investigadores que acababa de surgir. Colbert pensaba que así como el Estado financiaba a las academias de letras y artes, TAMBIÉN DEBÍA SOSTENER A LOS CIENTÍFICOS. Así fue como en 1666 fundó la Academia de Ciencias de París. También Federico II (inspirado por Leibniz) creó la Academia de Berlín, en 1700. Los rusos lo hicieron con Pedro el Grande en 1724 y los suecos en 1739. Un salto cualitativo se daría en esa Escuela Politécnica de París que fundó Napoleón sobre la base de una academia de ingenieros militares, y serviría de modelo para los politécnicos alemanes y austríacos, donde nació la industria química moderna. En la Politécnica casi todos los docentes eran investigadores. Estaban bien remunerados, pero no tenían obligación de rendir cuentas de sus investigaciones. Cuando Napoleón tuvo que afrontar el bloqueo que cerraba las importaciones, convocó a sus químicos y ellos respondieron extrayendo azúcar de la remolacha y creando los sucedáneos del café. El investigador, que aún seguía llamándose “filósofo natural”, ya estaba necesitando un nombre propio. La Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias propusieron en 1834 que así como se hablaba de “artistas” era justo designar como “cientistas” a quienes se dedicaban a la ciencia. La denominación scientist (científico) fue consagrada en 1840 por Whewell, uno de los primeros epistemólogos. Pero el “científico” seguía siendo a un amateur, aunque estaba rentado por el Estado. Muy distinto fue lo que propuso Edison para sus laboratorios de I+D de Menlo Park y West Orange. Para Edison, LA CIENCIA APLICADA ERA UN NEGOCIO, y había que inventar cosas que tuvieran utilidad comercial. La autoridad del investigador comenzaba a medirse en patentes, o a lo sumo en publicaciones debidamente certificadas por sus pares.

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