lunes, 29 de mayo de 2006

Una espada con dos filos

No nos puede volver a pasar lo que nos sucediera en 1940 y que explica, en parte, porqué la Argentina no pudo seguir la suerte de Australia, de Canadá o de Nueva Zelanda. Nos referimos al Plan de Reactivación Económica, presentado al Congreso de la Nación en 1940 por el Ministro de Hacienda, Federico Pinedo y que, conocido como el New Deal argentino, hacía la pregunta correcta y daba la respuesta correcta. El plan no sólo se orientaba a dar solución a la crisis del sector externo tradicional, a reorientar y aumentar la producción y a elevar los ingresos de los argentinos, sino que trabajaba adecuadamente el tránsito de la hegemonía mundial británica a la estadounidense y, sobre todo, proponía la integración con Brasil (rebaja y/o eliminación de los aranceles recíprocos de importación), por entonces una economía mucho más pequeña que la nuestra. Pinedo entendió absolutamente, 70 años atrás, que la escala del “mercado interno” no era la Argentina sino el “MERCOSUR”, con la diferencia que de haber avanzado entonces en el proceso de integración muy otra sería la realidad de nuestro país y de la región. La historia es conocida, el plan fue aprobado por el Senado, pero los radicales se opusieron a tratarlo en la Cámara de Diputados. Para un programa de mediano plazo la Argentina tiene una ventaja enorme en la que debe apoyarse, cual es el dominio evidente de condiciones de trabajo no reproducibles, LO QUE SE EXPRESA TANTO EN SUS RECURSOS NATURALES COMO EN SU CAPACIDAD DE DESARROLLAR EXITOSAMENTE EMPRESAS INNOVADORAS DE CAPITAL TECNOLÓGICO. Baste citar como ejemplo que la industria argentina de software y servicios informáticos tiene una tasa de crecimiento que duplica a la de América Latina, y que es superior a la de EEUU y a la de Europa, ocupando ya en nuestro país a 32.000 profesionales. Consecuentemente la tradicional idea de que la clave de nuestro futuro consiste en intentar exportar productos con mayor valor es una simplificación, ya que la pelea de fondo es la que se dirige a la obtención de valor diferencial, por tanto, no se define en la producción simple de valor sino en el dominio de las condiciones que aseguran la producción y la reproducción del poder de valorización relativa del capital. En un extremo, los trabajadores chinos que fabrican una camisa para una marca europea indudablemente crean valor, pero la diferencia entre los 3 dólares que obtienen ellos y los 50 dólares por la que se vende la camisa en el mercado mundial son apropiados por quien domina la valorización relativa. En el otro extremo, el trabajo de los creativos o de los innovadores que desarrollan, por ejemplo nuevas técnicas, no crea valor alguno ya que el fruto de su trabajo es irreproducible, pero otorga al trabajo mediado por esa técnica, que sí crea valor, y al capital que se apropia de ese trabajo, la extraordinaria capacidad de producir un valor mercantil por sobre el valor capital comprometido. Creer que nuestro “desarrollo” puede asentarse, por ejemplo, en fábricas pasteras de empresas extranjeras, argumentando sus ventajas en que ya no exportamos materia prima sino un producto con cierto valor agregado, es ir tras la búsqueda de centavos de valor simple es una locura si, además, para producir esos centavos se ponen en riesgo esas inconmensurables condiciones naturales. Igualmente, creer que nuestro desarrollo puede venir de la mano de la instalación de industrias ubicadas en lo más bajo de la jerarquía de un subsistema de acumulación de capital, para producir, por ejemplo, camisas a 3 dólares, como intentó México con las maquiladoras, e incluso Brasil, buscando competitividad con salarios bajos y apalancados en mercados internos importantes (en el caso Brasil, nos transforma, vía MERCOSUR, en consumidores cautivos de productos de baja calidad y alto precio), es una idea condenada al fracaso frente a las condiciones de Asia, y definitivamente a contrapelo de las posibilidades de Argentina. Nadie puede creer, entonces que el desarrollo es equivalente a la simple instalación de fábricas. Si volvemos al ejemplo de la camisa, no se puede sostener que subsidiar a la “burguesía nacional” para que instale plantas de camisas de 3 dólares, ni generar condiciones de “seguridad jurídica” para que el capital extranjero venga a instalarlas, tiene relación alguna con las posibilidades y conveniencias de la Argentina. Lo que deberíamos hacer es participar en la otra punta, es decir tener la capacidad de vender la camisa a 50 dólares (ya hay marcas argentinas que se proponen seriamente incrementar su rol en el mercado mundial) o bien participar como lo hacen muchos creativos argentinos en el tramo de valorización que va de los 3 a los 50 dólares. La Argentina debe pensar su relación con el mercado mundial desde la adecuada utilización de sus ventajas naturales comparativas por un lado, y desde el desarrollo de empresas de capital tecnológico por el otro. Agregar tecnología a las ventajas naturales y crear nuevas ventajas no naturales con tecnología es la espada de dos filos con que la Argentina puede convertirse en uno de los primeros países del mundo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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