De continuo políticos, economistas y medios de comunicación nos ofrecen imágenes de
“emprendedores” tecnológicamente innovadores como Mark Zuckerberg y Steve Jobs. El
mensaje es que es preferible dejar la innovación en manos de tales individuos y del sector
privado, y que el Estado, supuestamente burocrático e inercial, no debería meterse en esas
cosas. Un eficaz artículo del año 2012 publicado en The Economist argumentaba que los Estados deberían 'limitarse a lo fundamental', a los gastos en infraestructuras,
educación y desarrollo de capacidades, y dejar que el resto se haga en el “almacén de los
innovadores.”
Esta imagen, sin embargo, se alimenta de ideología sin la menor prueba empírica. Si echamos un
simple vistazo a las tecnologías pioneras del siglo pasado, veremos que el jugador decisivo fue el
Estado y no el sector privado.
El éxito de una innovación siempre es incierto y puede tomar más tiempo que el que estén
dispuestos a esperar los bancos tradicionales o los capitalistas de inversión con riesgo. En países
como Estados Unidos, China, Singapur y Dinamarca, el Estado aportó el tipo de financiación
paciente y a largo plazo que necesitan las nuevas tecnologías para despegar. A menudo este tipo
de inversiones son grandes apuestas, desde poner al hombre en la la luna hasta resolver el
cambio climático. Para ello no sólo es necesario financiar la investigación básica -el típico “bien
público” que para el grueso de los economistas precisa de financiación pública-, sino también la
investigación aplicada y aun el capital inicial.
Apple es un excelente ejemplo. En sus inicios la compañía recibió apoyo público en efectivo de
$500,000 de parte de sociedades especializadas en invertir en pequeñas empresas. Toda la
tecnología que hace del iPhone un teléfono inteligente es deudora de la visión y el apoyo del
Estado: el internet, GPS, la pantalla táctil e incluso la voz asistente Siri de los teléfonos
inteligentes recibieron dinero del Estado. La Agencia de Defensa norteamericana de proyectos
de investigación (DARPA) financió internet; la CIA y los fondos del ejército financiaron el GPS.
Por lo tanto, si bien los EE.UU. se nos presentan como el modelo de progreso logrado a través de
la empresa privada, lo cierto es que la innovación se ha beneficiado de un Estado muy
intervencionista.
Pero los ejemplos no provienen exclusivamente del ámbito militar. El Instituto Nacional de Salud
gasta anualmente 30.000 millones en investigación farmacéutica y biotecnológica, y cada año es
responsable del 75% de los fármacos más innovadores. Incluso el algoritmo de búsqueda de
Google se benefició de los fondos de la Fundación Nacional para la Ciencia (NSF).
En todo el mundo existen bancos públicos que financian la innovación, y la energía verde es un
destacado ejemplo. Desde el banco público alemán KfW hasta los bancos estatales de desarrollo
chino y brasilero, las finanzas públicas juegan un papel creciente en el desarrollo de la próxima
gran novedad tecnológica: la tecnología verde.
En la era de la obsesión por reducir la deuda pública y achicar el tamaño del Estado, resulta
fundamental derribar el mito de que el sector público es menos innovador que el privado. Si no lo
hacemos, se debilitará la capacidad del Estado para seguir desempeñando su crucial papel
innovador. Las historias que habitualmente nos cuentan, según las cuales los empresarios y los
capitalistas de riesgo son quienes lideran el progreso, ayudaron a los lobistas de la industria de
capital-riesgo estadounidense a negociar una fiscalidad menor para las ganancias del capital,
debilitando así la capacidad del Estado para reponer sus fondos de innovación.
Lo más problemático es que compañías como Apple y Google casi no paguen impuestos acordes
con sus inmensas ganancias, teniendo en cuenta las significativas contribuciones públicas que
sus negocios han recibido.
Por tanto, la "economía real" (de bienes y servicios) ha experimentado un cambio similar al de la
"economía financiera”: cada vez más el riesgo se mueve hacia el sector público y el sector
privado recibe los beneficios. En efecto, uno de las tendencias más perversas de los últimos años
es que mientras el Estado ha incrementado su financiación en Investigación y desarrollo (R&D), el
sector privado se desentiende. En nombre de la “innovación abierta” la Big Pharma está cerrando
sus laboratorios de I+D, confiando en que las pequeñas compañías de biotecnología y los fondos
públicos realicen el trabajo duro. ¿Se trata de una alianza público-privado simbiótica o
parasitaria? Ya es hora de que el Estado reciba algo a cambio de sus inversiones. ¿Cómo?
En primer lugar, hay que empezar por admitir que el Estado hace bastante más que remediar los
fallos del mercado, que es el modo en que los economistas habitualmente justifican los gastos
públicos. La verdad es que el Estado ha formado y creado mercados asumiendo grandes riesgos.
En segundo lugar, debemos preguntarnos cuál es la recompensa por asumir tamaños riesgos y
admitir que esa recompensa ya no se consigue con la actual estructura regresiva de la fiscalidad.
En tercer lugar, es preciso que reflexionemos de manera creativa sobre cómo recuperar la
inversión.
Hay muchas formas de lograrlo. El reembolso de algunos préstamos para estudiantes depende
de los ingresos, entonces ¿por qué no hacer lo mismo con las empresas? Cuando los futuros
dueños de Google recibieron una subvención de la NSF, el contrato debería haber dicho:
si/cuando los beneficiarios de la subvención ganen $X millones de los beneficiarios de la
subvención, se devolverá una contribución a NSF.
También se podría dar participación en la empresa al banco público o a la agencia que invirtió
inicialmente. Un buen ejemplo de ello es SITRA en Finlandia, una compañía de innovación
respaldada por el Estado que retuvo el capital cuando invirtió en Nokia. También existe la
posibilidad de compartir una parte de los derechos de propiedad intelectual, cosa que no se hace
en el sistema actual.
Reconocer que el Estado es el agente que asume los mayores riesgos y hacer lo necesario para
que obtenga los correspondientes beneficios no sólo hará más fuerte al sistema de innovación,
sino que distribuirá más equitativamente las ganancia del crecimiento. Esto hará posible que la
educación, la salud y el transporte sean también beneficiarios de las inversiones públicas en
innovación, en lugar de que un pequeño número de personas se nos presenten
propagandísticamente a diario como creadores de riqueza, cuando lo cierto es que dependen
cada día más de Estado empresarial valiente.
Mariana Mazzucato
Economista y profesora de ciencia y de políticas tecnológicas en la Universidad de Sussex, en
el Reino Unido
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