miércoles, 22 de mayo de 2013

La mano visible

Al pensamiento liberal se le complica interpretar un mundo cada día más permeado por la economía china y las asiáticas en general. Se trata de organizaciones híbridas que combinan formas de propiedad incompatibles con el paradigma dominante. De estas formas, la más subversiva e irritante es la empresa pública. En el período 2003-2010, un tercio de toda la inversión extranjera directa registrada en economías emergentes fue ejecutado por empresas estatales y el porcentaje va en aumento. Estas compañías ganan licitaciones para obras de infraestructura en todos los continentes y simultáneamente adquieren, a veces con la ayuda de fondos soberanos del Estado, empresas privadas extranjeras. En el ranking de las 2000 mayores empresas del mundo que publica la revista Forbes se incorporaron 120 empresas estatales desde 2004 hasta 2009. Son estatales las 13 mayores compañías de petróleo y gas del mundo, valuadas por sus reservas. Al contrario de lo que proclama el pensamiento económico dominante, las elevadas tasas de inversión chinas no encuentran su explicación en la idílica frugalidad de la “ética confuciana”, sino en las decisiones de sus órganos estatales y empresas públicas que son responsables por aproximadamente un 50 por ciento del total. Las empresas públicas y mixtas, por otra parte, representan alrededor de la mitad del Producto Bruto no agrícola del país. La compañía estatal china típica actúa a escala global sin desatender criterios de rentabilidad privados, cotiza en Bolsa y es administrada por una gestión profesionalizada. Los mejores graduados de las universidades chinas son mayoritariamente acaparados por estas corporaciones. Exceptuando el caso de los recursos naturales, donde está en juego la apropiación de rentas, el ascenso de este capitalismo de Estado no coincide en esta ocasión con un asalto al sector privado. El avance de estas compañías, al contrario de lo que pregona el discurso dominante, impulsa la inversión y le da sustento a la innovación privada. En este “nuevo capitalismo”, las firmas de particulares se integran en las redes que tienen por centro instituciones estatales como universidades, centros de investigación pública, fuerzas armadas. El capitalismo chino es una formación social pragmática que aún preserva varias herramientas de las economías “socialistas”, como la capacidad de planificación en base a planes quinquenales. El padre del “modelo”, Deng Xiaoping, lo resumió con maestría en su célebre frase: “No importa que el gato sea blanco o negro, mientras pueda cazar ratones”. Aunque los rasgos de este “modelo” sean más pronunciados en China que en otros países, sus características fundamentales van ganando terreno en varias otras regiones del planeta, delineando una tendencia mundial. Estamos ante un cambio de época. Esta polémica sobre el “modelo” chino, o asiático, no es equiparable a las pequeñas rencillas sobre cuestiones fiscales o cambiarias que entretuvieron a la mayoría de los economistas argentinos en las últimas décadas. Tampoco refiere a una mera cuestión distributiva. Este debate atañe a conceptos fundamentales como el Estado y el Mercado. También pone en tela de juicio, después de mucho tiempo en la prensa dominante mundial, las claves que sustentan la riqueza de las naciones y el ascenso de estas en la escala del poder geopolítico mundial. Los reproches que a estas formas de capitalismo oponen algunos editorialistas en las publicaciones referidas son monumentos a la tenacidad ideológica. En términos empíricos es poco lo que pueden objetar al dinamismo chino. Las remanidas alusiones a la corrupción y al clientelismo estatistas suenan poco creíbles en vista de los escándalos asociados con la última crisis internacional y del insolente aumento de la desigualdad que acompañó las políticas neoliberales en todo el planeta. No se puede reivindicar la transparencia de un régimen social que sólo favorece a una minoría. En términos teóricos, tampoco se sostiene la tesis de que las empresas públicas absorben recursos que serían mejor utilizados por el sector privado. Como en el idílico mundo de la ortodoxia prevalece el pleno empleo, todo recurso utilizado en una determinada actividad necesariamente es retirado de las otras. En el mundo real, por el contrario, todo nuevo recurso que se emplea en una actividad contribuye a emplear otros recursos en otras actividades. Las peculiaridades de la experiencia asiática obligan a repensar la relación Estado-Mercado en todas las latitudes. En los debates sobre modelos de desarrollo es común que se señale a Estados Unidos como un próspero contraejemplo de laissez faire y de intervención estatal mínima. Sin embargo, cuando se realiza un escrutinio más exigente, surgen evidencias suficientes para afirmar que el Estado norteamericano practica la política industrial más ambiciosa y exhaustiva del mundo. El complejo militar-industrial-científico-académico de este país domina la frontera científica internacional desde la creación del Big Science (“ciencia mayor” o “ciencia a gran escala”), la compleja red institucional que vincula la defensa nacional con la investigación básica y las compañías industriales. Entre sus principales conquistas está el adaptar los resultados de la investigación fundamental para transformarlos en tecnología civil con destino comercial. Esta densa red de universidades, laboratorios y centros de investigación, que operan junto a entidades civiles y militares, es una herencia de la Segunda Guerra Mundial y sus emprendimientos tecnológicos colosales, como el célebre Proyecto Manhattan del que surgieron las primeras bombas atómicas. Sus actividades luego se extendieron sobre el conjunto de la economía (y la política) norteamericana mediante el financiamiento directo o indirecto de toda actividad científica considerada estratégica. Desde la postguerra resulta difícil –si no imposible– identificar algún sector competitivo de la economía estadounidense que no haya surgido de esta malla institucional. Invitamos al lector a preguntarse: ¿cuáles son las innovaciones básicas desarrolladas en exclusividad por el sector privado? En este caso, la particularidad de Estados Unidos no es que la injerencia del Estado allí sea mayor o menor que en otros países, sino que invariablemente son empresas privadas las que acaban recogiendo los frutos comerciales del impulso público a la innovación. Los analistas que hablan de un estado mínimo en Estados Unidos parecen no advertir que el aparato militar norteamericano está presente en casi todos los rincones del planeta. Durante el auge neoliberal, en cambio, las elites de América del Sur en distintos grados aceptaron desmantelar las instituciones desarrollistas. Incluso en el país donde el desarrollismo llegó más lejos, Brasil, Fernando Henrique Cardoso, en un discurso de 1994 a instancias de asumir como presidente, declaró que llegaba para terminar con la “Era Vargas”. Esta etapa se extendió desde los años ’30 hasta la crisis de la deuda externa de los años ’80 y se distinguió por una generalizada “intromisión” estatal en la economía y por la creación de grandes empresas y organismos públicos. Veinte años después es forzado preguntarse: ¿qué sería de la economía brasileña sin Petrobras, Vale, Embraer, Embrapa y el Bndes, creaciones todas de esa era de desarrollismo estatista que debía ser sepultada? Y en el caso argentino las preguntas no son diferentes. Además de todo aquello que tenemos como un regalo de la naturaleza, ¿qué nuevas actividades le debemos a la iniciativa privada desde que empezaron a soplar los vientos privatistas? Incluso el mismísimo paquete tecnológico del boom exportador argentino, la soja transgénica y el herbicida todo terreno, no fue gestado por nuestros irritados agricultores, sino por un proveedor del ejército estadounidense, beneficiario del compre nacional yanqui. Es relevante enfatizar que la importancia de la injerencia pública nunca refiere a un dilema entre empresarios malos versus Estado bueno. Se trata de una cuestión de velocidades. Los grandes saltos que impone el desarrollo capitalista, como la innovación fundamental, o la superación del subdesarrollo por un país o una región, requieren de tareas hercúleas, que si se dejan al arbitrio de la iniciativa privada, o bien demandan siglos para ejecutarse o jamás se concluyen. ¿Habrían florecido la comunicación satelital, la energía nuclear, las computadoras o Internet, en un mundo organizado por admiradores de Vargas Llosa? Cabe interrogarse por las tareas pendientes en América del Sur. Si aún aspira a alcanzar el desarrollo industrial, la inclusión social y la integración regional, como procesos duraderos y sustentables, la región no tendrá más alternativa que subirse a la nueva ola desarrollista y abandonar las premisas privatistas del pasado que aún siguen pesando en las interpretaciones y en las políticas que se ejecutan (o se dejan de ejecutar) en el presente. En cambio, si opta por continuar en la dirección (más cómoda) que impone el “mercado”, lo más probable es que sigamos avanzando, pero a paso de tortuga, como proveedores de materias primas para el capitalismo de Estado que nos arrastra desde Asia.

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