domingo, 10 de octubre de 2010

La infame historia del FMI

Cuando en 1944 se reunieron en Bretton Woods (EE.UU.) los representantes de 45 países a fin de aprobar la creación del FMI y el Banco Mundial, se planteaban, entre sus objetivos iniciales, posibilitar el crecimiento equilibrado del comercio internacional, impulsar la estabilidad cambiaria, otorgar créditos para solucionar los desequilibrios externos de sus miembros y, sobre todo, facilitar la expansión de sus economías y el restablecimiento de un sistema multilateral de pagos. Uno de los propósitos era evitar definitivamente la recurrencia de una depresión profunda como la de la década de 1930, cuyas características principales fueron, en la mayoría de los países capitalistas, la caída de la producción, la deflación y la desocupación. Pero los naipes estaban marcados. Por una parte, tanto el FMI como el Banco Mundial estuvieron desde un principio controlados en su administración por los gobiernos de los países poderosos, que aportaron más dinero: EE.UU. y las potencias de Europa Occidental. Por otra, los propósitos iniciales se alteraron, ya que ambos organismos se transformaron en verdaderos “guardianes del dinero” de la comunidad financiera internacional. El dólar adquirió un rol hegemónico a nivel mundial ante el establecimiento de un sistema de cambios fijos entre oro y dólar. Esto implicaba que todos los países debían tener sus reservas monetarias en dólares, lo que aseguraba el predominio financiero de los EE.UU. Sin embargo, a fines de la década de 1960 el dólar comenzó a debilitarse y el sistema monetario presentó sus primeros signos de agotamiento, aumentando los movimientos especulativos a nivel mundial. El delegado francés Valery Giscard d’Estaing decía en la Asamblea de Gobernadores del FMI del 28 y 29 de septiembre de 1965, celebrada en Washington, que existía “una diferencia de situación entre los países que emiten una moneda de reserva y los otros, cuando se encuentran en déficit. Un país que no tiene moneda de reserva y está en déficit se ve obligado a echar mano a sus propias reservas y dar su oro a otros. O acogerse al crédito internacional, que viene acompañado de un cierto número de condiciones y retrasos. Por el contrario, un país que dispone de moneda de reserva puede prolongar indefinidamente su déficit, ya que lo salda remitiendo a los demás su propia moneda. Ningún gran país en el mundo ha podido permanecer con un gran déficit a lo largo de más de tres años, mientras que los Estados Unidos han podido”. Y continuaba: “Estados Unidos tiene que corregir su balanza de pagos. Una vez corregida podrá discutirse la reforma del sistema monetario internacional. El organismo adecuado para realizar estas reformas no es el FMI, donde EE.UU. y Gran Bretaña tienen el 35 por ciento de las cuotas de aporte y controlan además las decisiones de muchos países”. A raíz de esta situación se llegó a un nuevo acuerdo monetario internacional y se sustituyó, en 1971, el patrón oro-dólar por el patrón dólar. El aumento de la cantidad de dólares en circulación y el estancamiento de los países centrales impulsaron el incremento de la oferta internacional de créditos hacia los países subdesarrollados. Las políticas del FMI mutaron también al compás del predominio global del capital financiero. El Fondo se despreocupó, en cambio, del destino de esos créditos y de la capacidad de repago de los países receptores; la deuda externa de estos últimos aumentó en forma exponencial, como la crisis de deuda de los países latinoamericanos reveló en 1982. En esta instancia, el FMI fue el principal encargado de presionar a los países deudores para que cumplieran con los pagos de la deuda mediante el gran sacrificio que implicaban los planes de ajuste. En la década de 1990, en un momento de alta liquidez, el Fondo pasó a avalar nuevamente la liberación de los movimientos de capital impulsando, a través de gobiernos neoliberales, las llamadas “reformas estructurales”. Como consecuencia de la política económica de esos años se desencadenaron distintas crisis en los países emergentes. Joseph Stiglitz denunció “la grave responsabilidad de las líneas predominantes (en el FMI y el Banco Mundial) en los ‘males’ causados por el proceso de globalización y particularmente en las crisis del sudeste asiático y de Rusia”, aunque “la Argentina de la crisis 2001-2002 es un ejemplo demostrativo de la naturaleza destructiva de tales políticas”. Para él, las decisiones del FMI no suelen encuadrarse sólo en modelos económicos sino, sobre todo, en las líneas principales de la política mundial, fundamentalmente ligadas a los intereses de las potencias centrales. Las condiciones que acompañan siempre la concesión de préstamos por parte del FMI, “convierten el préstamo en una herramienta de política”. Esas políticas se caracterizan por un notable doble estándar: sus gestores, en nombre de la libertad de mercado, se oponen a establecer controles para los capitales especulativos, dan lugar a la existencia de paraísos fiscales y permiten o promueven el endeudamiento externo de los países pobres. Pero exigen a las naciones deudoras rigurosas políticas de ajuste, que restringen el consumo y aumentan la desocupación y la pobreza. La crisis de 2007-2010 puso nuevamente en escena al FMI cuando parecía que ya no tenía rescate, pues no había servido a los propósitos de Bretton Woods: su rol había sido jugado por los Estados. Pero, excepto para unos pocos países amigos, las condiciones de austeridad fiscal y monetaria siguen siendo las mismas de siempre, y no parece que estos cambios marquen otra cosa que la adaptación temporaria a una coyuntura de crisis, con la diferencia de que ahora los países que tienen mayor influencia sobre las políticas del FMI se encuentran seriamente comprometidos y, en especial, su principal sostenedor: el país más endeudado del mundo.

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