sábado, 7 de marzo de 2009

Si el problema es un exceso de deuda, ¿la solución es más deuda?

Uno siente la tentación de preguntarse qué ha pasado con toda la elaboración teórica de la ciencia económica durante las últimas décadas. Parece haberse borrado. El impetuoso resurgimiento de John Maynard Keynes y su Teoría General concentra los únicos esfuerzos por entender la nueva realidad y por encontrar curas al actual estado de cosas. Nadie –excepto tal vez Nouriel Roubini y otros pocos (todos ellos recibieron curiosos epítetos en su momento por pregonar el desastre)– fue capaz de pronosticar la calidad y profundidad de la crisis. (Correción: esto no es cierto, ya en 2004 se podía recopilar posts de innumerables fuentes que anunciaban casi con precisión el advenimiento de esta crisis, advertencias existían en todas partes en la red, solo que era muy difícil creerlas: ¿quien podía tomar en serio un anuncio de una bancarrota total de EEUU en 2004?, nadie, lo sorprendente fue que haya tardado tanto en llegar).

Ahora que es evidente que se trata de un terremoto como no se veía en 100 años, los mismos que no lo vieron venir anuncian su finalización.

Hay quienes tranquilizan: a mediados de año se empieza a salir de la recesión. Otros, más rigurosos, dicen que ello no ocurrirá hasta avanzado el año próximo. No falta quienes sostienen que China e India serán los motores del resurgimiento. Ninguno explica demasiado cómo se ha llegado a estas conclusiones.

Los mismos que hace meses se escandalizaban por exceso de gasto público, déficit fiscal, falta de austeridad de los Gobiernos, ahora claman para que los Estados inyecten masas impresionantes de dinero en la economía, aunque la deuda que se acumule deba ser pagada por varias generaciones de contribuyentes.

Tal vez este sea el único punto donde no hay discusión: todos están a favor del gasto excepcional. Los matices son en cuanto al tope de los recursos a inyectar y si además es conveniente al mismo tiempo intentar reducir el déficit.

Con diferencias, hay tres posiciones: a) inyectar todo lo que haga falta –no importa cuánto resulte– hasta que el sistema financiero esté estabilizado y se pueda retomar el crédito a la economía real; b) aportar los recursos necesarios –sin exagerar– pero con criterio selectivo y no a mansalva; y c) suplir la necesidad de efectivo razonable y a la par delinear una estrategia para lograr una reducción progresiva del déficit.

Esa es la primera línea de discusión. Luego está la otra. A quién se le da apoyo.

Para unos, lo más urgente es normalizar el sistema financiero. Para eso, dicen, hay que aportar todos los recursos que hagan falta hasta que los bancos no estén en peligro. La crítica es: se trata de salvar a los bancos o a los accionistas y gerentes que han sido –al menos– imprudentes. Hasta ahora los masivos aportes a los bancos parecen insuficientes. Por eso se abre paso con firmeza la idea de estatizar los bancos. Está claro que los accionistas han perdido su capital. Por tanto es un beneficio insólito sanear los bancos para dueños irresponsables.

Cuando los íconos industriales reclaman también ayuda, el panorama se complica. La cuestión es: ¿cómo negarle US$ 15.000 ó 20.000 millones a General Motors, cuando al Citigroup se le han asignado US$ 50.000 millones?

Orígenes del terremoto

Por otra parte, ¿cómo fue que se inició todo este desastre? Al principio la explicación era sencilla. El otorgamiento masivo y sin respaldo de hipotecas dudosas. La crisis subprime, como se la bautizó. Lo que no quedó claro al inicio es que ya había –sobreextendido– un sistema financiero paralelo (hedge funds, fondos derivativos) que había escapado al control de los Gobiernos y de los bancos centrales de todo el mundo.

Desmantelar esa inmensa red de operaciones no controladas llevará todavía meses. Eso explica que nadie pueda precisar aún el monto del desastre, y además que los Gobiernos inyecten masivos recursos y se sienten a esperar si las medidas funcionan. Cuando se revelan insuficientes, vuelven a lanzar otro paquete de estímulos. Nadie sabe todavía cuántos más paquetes de este tipo serán necesarios. Lo peor es que al principio era solamente una crisis financiera. Ahora, contagió la economía real.

Ante los ojos inexpertos, de los que no son economistas, la realidad es que existe un endeudamiento planetario de tal magnitud como nunca antes.

El sentido común dice que siempre que pasó algo similar, hubo pérdidas y hubo perdedores. Y no solamente los que arriesgaron con instrumentos financieros especulativos. También los accionistas de empresas que ven derrumbar de un día para el otro el valor de sus activos. Sin hablar de los que tienen hipotecas que no pueden cancelar.

En el mejor estilo bíblico viene un gran jubileo. Una condonación forzada de las deudas, al menos en forma parcial. Para tener una idea: se estima que la deuda individual de los ciudadanos de Estados Unidos es igual a 141% del ingreso disponible del país. La deuda de algunos bancos representa hasta 100 veces su capital. Y algo parecido ocurre en toda Europa. Para Roubini, la pérdida total que al final tendrán los bancos será de US$ 1,8 billones (millones de millones).

Entonces, preguntan algunos, si el problema es un exceso de deuda, ¿la receta para salir del marasmo es aumentar mucho más la deuda? Todos los Gobiernos creen que la respuesta es por la afirmativa.

A fin de este año, el déficit de Estados Unidos puede ser de 10% del PBI. Un dato que no parece inquietar es que la Reserva Federal tenga en su balance pasivos que de US$ 900.000 millones hace pocos meses, pasaron hoy a US$ 2 billones (millones de millones).

El verdadero valor del dólar

Es claro que, en teoría, esta enorme emisión haría descender el valor del dólar frente a otras divisas. Pero lo cierto es que la divisa estadounidense sigue siendo santuario donde los inversionistas buscan seguridad, y ese deterioro no se percibe. Entre otras cosas porque ninguna otra moneda (como el euro) quiere tomar la posta.

Si en el futuro cercano se llegara a la conclusión de que mayor deuda no es la solución, mejor no imaginar lo que pasaría con los países que tienen enormes sumas de dólares en sus reservas, como todas las del Sudeste asiático.

Lo que da un buen argumento a los que sostienen (cierto que son pocos) que hay que transitar el camino opuesto. Es decir, avanzar en el camino de reducir la deuda.

¿Y cómo se logra esto? Una idea es estatizar los bancos –siempre se dice por un tiempo, pero con el actual estado del pensamiento en la materia podría resultar por décadas, o definitivo– con lo que los accionistas perderán su capital, y reconocer el crédito de los que tienen títulos a cobrar, pero con una quita importante. Como si fuera el procedimiento que entre nosotros llamamos concurso preventivo de acreedores. Se suele citar la crisis bancaria en Suecia, a principios de la década pasada, como el mejor antecedente.

El segundo paso que se sugiere es reformular todas las hipotecas existentes dando mayor plazo de vencimiento y con menores intereses. Hay 2,3 millones de viviendas que enfrentan la posibilidad de remate si no se mejora la situación en Estados Unidos.

Capitalismo y democracia

El escenario está listo para toda clase de teorías apocalípticas. La preferida de algunos autores es que el resultado de esta crisis es un golpe mortal al capitalismo. La evaluación es correcta en el sentido que habrá que repensar las relaciones entre Estado y mercado, el nuevo poder de los reguladores y un sentimiento popular anticodicia que afecta la imagen de los banqueros y en forma genérica a Wall Street y todo lo que representa.

De ahí a pronosticar el fin del capitalismo, media un largo trecho. Pero en el plano del pensamiento político, abundan las preguntas sobre el axioma de que el libre mercado es sinónimo de sociedades libres, y de que capitalismo y democracia van siempre de la mano.

Para muchos, ambos conceptos esenciales comienzan a divergir. El temor es que cuanto más aguda sea la crisis, más se resienta la estabilidad democrática. Idea que se suma a la certeza de muchos analistas sobre la existencia de economías prósperas con democracias formales o sólo de nombre.

El telón de fondo, sin embargo, es la contradicción entre crecimiento desequilibrado, con brecha creciente de pobreza y desigualdad, y empresas y gerentes cada vez más ricos como premio a la codicia y –en muchos casos– a conductas en el filo de la navaja de la legalidad.

Justo esta crisis ocurre en medio de un sentimiento de descreimiento de la ciudadanía de las principales economías desarrolladas sobre la eficacia de la democracia para controlar los excesos del capital.

Lo que preanuncia una ola reguladora de largas proporciones para los próximos años.

Fuente: Mercado

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