domingo, 30 de diciembre de 2007

Un análisis de la situación económica actual

Hasta el presente el consumidor norteamericano ha sostenido de manera curiosa el crecimiento de la economía mundial. Una inmensidad de fábricas dispersas por todo el mundo -pero sobre todo en el continente asiático-, una mano de obra laboriosa y mal paga (en comparación), producen bienes de todo tipo que terminan en los hogares norteamericanos: automóviles, licuadoras, ropa de sport. La lista es interminable. Hasta hace poco, la masa de dólares generada por esas exportaciones en países como China se invertía en bonos del tesoro norteamericano, es decir, en pagarés. Del otro lado del mar, la voracidad del mercado norteamericano se lubrica con un sistema de financiamiento muy avanzado y dirigido por el banco central, es decir, la Reserva Federal. La fórmula no es difícil de explicar. Al mantener baja la tasa de interés interbancario, el banco central permite a los otros bancos prestar dinero barato a quienes quieran gastar en exceso de lo que ganan y en objetos que no producen. Los dólares pagados por importaciones vuelven a manos de los consumidores norteamericanos a través de préstamos hipotecarios a bajo interés. En decir, una gran parte de la actividad económica dentro de los Estados Unidos en la última década consistió en la compraventa especulativa de inmuebles con plata prestada por los extranjeros. A quienes gustan de la literatura, el juego se asemejó a anteriores fiebres especulativas descritas con maestría por Julián Martel en La Bolsa, o por Emile Zola en La curée. En contraste con el comportamiento de sus propios bisabuelos, o con los ahorristas japoneses, o los obreros chinos, el consumidor norteamericano no se comporta como la hormiga de Esopo que reserva recursos hoy por si mañana los necesita, sino como la cigarra de la fábula, que gasta hoy apostando a que mañana, de alguna forma, se las arreglará. La hormiga es sobria y pesimista acerca del futuro; la cigarra en cambio tiene un optimismo a toda prueba. Son dos etapas del desarrollo económico y dos filosofías, que hasta ahora se han vinculado en un solo sistema global, caracterizado, según los economistas, por un gran desequilibrio en la balanza comercial. En los Estados Unidos, la civilización consumidora y orientada hacia el futuro se afianzó después de la segunda guerra mundial. Asociamos aquellos años de bonanza con la guerra fría, la reconstrucción de Europa, y la sonrisa bonachona del presidente Eisenhower (“I like Ike” decían los botones en millones de solapas en el momento de su reelección). En aquella época, la American way of life se apoyó sobre dos pilares típicos y característicos: el automóvil privado y el propio hogar. Detrás del coche y la casa –símbolos de la clase media—se extendía una trama sólida, líquida y virtual, compuesta de tres elementos: una gran red de autopistas, nafta a bajo precio, y el préstamo hipotecario. Pero en aquélla época, el circuito económico era más cerrado: los norteamericanos producían y consumían dentro de su inmenso y dinámico país. En otras palabras, la sociedad norteamericana era una sociedad industrial avanzada en lo económico y una sociedad de masas –con alta movilidad—en lo social. Producción, seguridad de empleo, una tendencia igualitaria, ascenso social, un futuro mejor para los hijos: tales fueron los componentes del sueño americano. En el ámbito internacional, nadie le hacía sombra (el comunismo fue un cuco estratégico pero nunca una amenaza económica). Los Estados Unidos prestaban dinero; no se endeudaban. En pocas décadas todo eso cambió. La producción industrial emigró a otras tierras, la movilidad social se estancó, aumentó la desigualdad, y Estados Unidos pasó de ser el primer acreedor mundial a ser el más grande deudor. Cuando su gran rival estratégico –la Unión Soviética—se desintegró, Estados Unidos quedó como el único garante de la economía y de la seguridad mundiales, pero a un costo excesivo. Pocos se percataron que la muerte del gran rival no garantizaba la buena salud del supérstite. Ya antes de aquel desenlace, la misma guerra fría había hecho desatender la gran infraestructura, física e institucional, construida antes e inmediatamente después de la segunda guerra mundial. Después de cincuenta años de guerra fría, y habiendo gastado trillones de dólares en alianzas, armas nucleares, ayuda externa, e intervenciones militares, la proporción del producto bruto mundial correspondiente a los Estados Unidos bajó de la mitad a una cuarta parte. El presupuesto de defensa, que sumaba 13 billones en 1949, subió a 300 billones en 1988. El primer déficit de intercambio desde el año 1880 surgió en 1971. La importación de petróleo llevó ese déficit a 148 billones en 1985. Durante la administración de Reagan, el país pasó a ser el primer deudor mundial. El déficit federal actual supera los 4 trillones, y el servicio de la deuda externa subió a 300 billones anuales en concepto de intereses. El gasto militar restó fondos para el mantenimiento y expansión de la infraestructura. Entre las consecuencias indirectas de la guerra fría corresponde listar la degradación física de muchas ciudades, la caída de la tasa de ahorro, la decadencia del sector manufacturero y agrario, la deserción escolar en el nivel medio, el uso de drogas, el deterioro del medio ambiente, la decadencia de los servicios de salud, y la persistente existencia de una sub-clase de personas que viven por debajo del nivel de pobreza oficial, equivalente a toda la población de la Argentina (38 millones). Después de su “triunfo” en la guerra fría, la superpotencia restante se parecía cada vez más a un dinosaurio: un animal majestuoso, sin rival, pero con crecientes problemas de adaptación a un medio ambiente alterado. Hay algunos indicios de que el auge indiscutido de los Estados Unidos, no sólo en el terreno estratégico, sino también en el económico, está comenzando a disminuir. En el pasado, cada vez que la economía norteamericana se debilitaba (de acuerdo con sus ciclos), caía también el crecimiento de la economía mundial. Cada estornudo en el Norte significaba un fuerte resfrío para todos los demás. Pero ahora el comportamiento de las economías es distinto. En los últimos meses, la economía norteamericana ha disminuido en velocidad mientras el resto del mundo acelera. Los datos son contundentes. La tasa de crecimiento anual en la demanda interna de los Estados Unidos cayó del 4,4% en el 2004 al 1.9% en el 2006. La causa principal fue la corrección del mercado inmobiliario, que había alimentado el crecimiento durante largos años (los consumidores sacaban préstamos hipotecarios a bajo interés para comprar todo tipo de productos). En cambio, Japón aumentó su PNB más de lo esperado, tocando el 4,8%. Europa alcanzó un crecimiento del 3,6%. En ambos casos la reactivación es endógena. Y la demanda interna en países de Asia y Oriente, y también en Rusia, está creciendo con fuerza. Estas tendencias ayudan a las exportaciones norteamericanas, desfavorecen un poco a sus importaciones, y reequilibran –aunque no mucho—la balanza comercial. La conclusión a la que podemos llegar es que la economía mundial ha dejado de depender de un solo motor. En muchas partes se han encendido otros motores. Una porción cada vez mayor del crecimiento de países como el Japón, Alemania y China, que típicamente dependían de la exportación, hoy depende del consumo interno. Tal vez el dato más significativo es el despertar de la demanda interna en China. Entretanto, veamos otros síntomas de una posible recomposición del poder mundial. Los llamados mercados emergentes –que incluyen a muchos de nuestros países del Sur—se han estabilizado. Los inversores no les tienen más desconfianza. La diferencia (spread) entre el rendimiento de los bonos emergentes y los tradicionales y seguros bonos del Tesoro norteamericano es de menos de dos puntos porcentuales. Por consiguiente, los gobiernos quieren jubilar sus antiguos bonos en dólares y emitir nuevos bonos en pesos, en zlotys, en rupias, es decir, en la moneda local. En resumen, la deuda en dólares de las economías emergentes representa apenas el 28% de la deuda pública total. ¿Qué significado tienen estos áridos datos financieros?. Hasta ahora la superioridad norteamericana estaba en una gran medida en la capacidad de endeudarse en su propia moneda. Todos los otros deudores, a su turno, se endeudaban también en dólares (con la diferencia de que no podían imprimirlos). Como sabemos bien en América Latina, esa circunstancia creaba lazos de dependencia estratégica muy fuertes. Hoy en día las economías del Sur están creciendo, impulsadas por el viento largo y sostenido de sus exportaciones. En su conjunto, ya gozan de un superávit en la balanza comercial. Hay suficiente confianza como para emitir títulos de deuda en la moneda local, y encontrar ávidos compradores en el mercado internacional. Esto ayuda a su vez, a afianzar los mercados locales de capital, aumenta el crédito interno, y permite que las sufridas clases medias puedan tener nuevamente acceso al crédito. Ha comenzado a acotarse el hasta ahora indiscutido (y bastante tiránico) reino del dólar. Nada más y nada menos. Los Estados Unidos están comenzado a aprender que la arrogancia imperial es contraproducente y no detiene el ascenso de otros actores al tablero mundial.

Fuente: OpiniónSur

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