La inversión en I+D resulta fundamental para el aumento del bienestar de los consumidores. Es necesario aumentar la productividad, reducir los costos e inventar nuevos productos continuamente. Hay una gran controversia acerca de si la inversión en I+D debe ser pública o privada. Suelen distinguirse tres categorías de la investigación: la básica (destinada a la obtención de conocimientos científicos no orientados a un fin o aplicación práctica específica), la aplicada (que incluye los trabajos con una finalidad práctica concreta que parten de la investigación básica) y la investigación para el desarrollo o I+D (que resulta de la utilización de los trabajos de las investigaciones anteriores para la explotación de nuevos productos o procedimientos o para mejorar los ya existentes). La primera de estas categorías, que suele realizarse en universidades u otros centros de producción de conocimiento pero no en empresas privadas, reviste la forma de bien público, y cómo tal, a falta de intervención pública, existe una tendencia a una producción insuficiente. En esta primera etapa el estado debe financiar la investigación para corregir este fallo de mercado, más aún si tomamos en cuenta los efectos externos positivos que tiene para el conjunto de la economía. Pero en las otras dos categorías la investigación ya no se adapta a la definición de bien público y además a lo largo de la historia estas innovaciones sí han partido del seno de las empresas privadas. Entonces debemos preguntarnos ¿existe una insuficiente producción de investigación aplicada y para el desarrollo?, ¿debe el estado financiar esta investigación mediante subsidios a empresas privadas?. Los defensores de la política comercial estratégica sostienen que el estado debe mantener una postura activa financiando tanto la investigación que realizan las empresas privadas como promoviendo la creación de instituciones (tanto privadas como públicas) que fomenten la creación de conocimiento. Argumentan que las empresas privadas no tienen incentivos suficientes para invertir en I+D la cantidad que sería socialmente óptima y por lo tanto, especialmente debido a los cuantiosos beneficios que presentan las industrias de alta tecnología, resulta conveniente para el conjunto de la economía que la política industrial se ocupe del fomento a la inversión en altas tecnologías. Un buen ejemplo de un proceso de apoyo constante y global de un gobierno a un sector mediante la política industrial es el fomento del gobierno estadounidense a la creación de parques tecnológicos como el Sillicon Valley o la autopista 128 de Massachusetts, que han sido producto de la cooperación entre universidades, gobierno y empresas. Debido a la importancia de los accidentes históricos en la creación de ventajas comparativas resulta indispensable que el estado apoye inversiones en mercados con un gran potencial de crecimiento (informática, electrónica, etc.), pero cuyas inversiones están sometidas a grandes riesgos que las empresas por sí mismas no están dispuestas a asumir. Estos riesgos se derivan tanto de la posibilidad de fracaso de algunas inversiones como de la imposibilidad para las empresas de apropiarse de todos los beneficios de dichas inversiones debido a la ineficacia de los sistemas de patentes. El argumento que utilizan los defensores de la política comercial estratégica para reivindicar el aumento de los subsidios a la I+D se basa en el supuesto de que existirán beneficios extraordinarios en sectores de alta tecnología y que a una nación le interesa que estos beneficios vayan a parar a su interior y no a sus competidores extranjeros.
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