sábado, 7 de octubre de 2006

Historia de la corrupción en Argentina

Se pone énfasis en la pesquisa de los políticos corruptos pero no se evidencia el mismo interés por desnudar el poder económico de quienes los corrompen. Las crisis económicas, la distribución de las riquezas o la debilidad de los Estados nacionales no tienen por causa inmediata o principal el fenómeno de la corrupción. Sin embargo, la corrupción es un fenómeno endémico en nuestro pais: lleva quinientos años de historia. Ya en la colonia existian vínculos entre los negocios, los funcionarios de la corona y la corrupción. Las entregas digitadas de tierras, el contrabando, la falsificación de la moneda y el escamoteo de fondos que debían remitirse a España, eran producto de redes de complicidades que involucraban a las más altas autoridades locales y de la metrópoli. Los resultados de las asignaciones de tierras reales a allegados al poder no fueron inocuos: familias que trascendieron en el tiempo asentaron su poder económico sobre esa base. Otras se beneficiaron con concesiones comerciales cautivas. En la época colonial no era posible prosperar sin la complicidad del funcionario público. Durante las décadas inmediatas a mayo de 1810, las prácticas corruptas continuaron. Así, ricos comerciantes de la colonia se transformaron en terratenientes merced a las tierras recibidas, entre 1822 y 1830, bajo el régimen de enfiteusis impulsado por Rivadavia. Muchos de ellos pasaron a disponer de latifundios sin aportar un capital inicial ni abonar los cánones correspondientes, y con la condescendencia del Estado. También la contratación del primer empréstito externo por la provincia de Buenos Aires, en la década de 1820, constituyó un antecedente conocido de prácticas corruptas. Impulsado por financistas británicos y destinado a solventar una aparente necesidad local, el conocido préstamo de la Baring Brothers fue el hito inicial de un proceso de endeudamiento que se descargaría sobre las generaciones futuras y en el que hubo desvío de fondos y sobornos directos. Más tarde, durante las últimas décadas del siglo XIX, millones de hectáreas de tierras fiscales se entregaron a amigos y testaferros de los gobiernos, gratuitamente o a precios viles, sobre todo después de las llamadas campañas del desierto, y se concesionaron servicios y obras de infraestructura a un puñado de inversores con el aporte de escasos capitales y holgadas garantías y facilidades estatales. Las privatizaciones tuvieron un diseño cuyas pautas se reproducirían en tiempos recientes. El Estado realizaba inversiones iniciales en los servicios, forzaba luego el deterioro de sus administraciones, presionaba para privatizar y, finalmente, los malvendía. Ya en el siglo XX, la década de los ‘30 pasó a llamarse justificadamente “infame”, entre otras cosas por la grosera cooptación de funcionarios por parte de grupos de negocios locales y vinculados a capitales externos. Fenómeno que alcanzó su máxima expresión cuando las empresas extranjeras de electricidad sobornaron a prominentes jefes partidarios y concejales del gobierno y de la oposición para obtener la prórroga de sus concesiones. Por otra parte, el resultado de una investigación parlamentaria que comprobaba la colusión de intereses entre un ministro de la nación y los frigoríficos extranjeros para facilitar la evasión de impuestos por parte de éstos, terminó en el propio Congreso con el intento de asesinato del denunciante, el senador Lisandro de la Torre, y la muerte de quien se interpuso para protegerlo. Tras la máscara adusta y la declamación de inmaculadas intenciones, las dictaduras militares cobijaron igualmente prácticas corruptas y negociados. Pero fue durante la última dictadura militar que la conjunción entre violencia estatal y apropiaciones espurias llegó a su punto máximo: dio lugar a asesinatos con robos; a personas secuestradas por las fuerzas de seguridad que debieron pagar para poder salir del país y a rescates abonados por familiares de desaparecidos sin obtener nada a cambio. En numerosos casos las víctimas fueron despojadas de sus propiedades, que se transfirieron luego en forma fraudulenta con complicidad de escribanos e, incluso, de jueces. El proceso de endeudamiento externo que provocó el proceso militar estuvo plagado de maniobras ilegítimas. Autopréstamos, aportes de capital disfrazados de préstamos, declaración de endeudamientos por inversiones no realizadas, sobrefacturaciones en compras y pagos al exterior por parte de empresas locales y extranjeras, conformaron un paquete de acreencias ficticias que el Estado, sin cuestionarlas, terminó por asumir como propias. Así se llegó a los ‘90, la segunda “década infame”. Entonces, aparecieron condensadas todas las prácticas corruptas de la historia del país: enajenación de empresas estatales a precios inferiores a su valor real mediante sobornos y cohechos, redes tramadas entre funcionarios del gobierno y entidades financieras locales y extranjeras para el lavado de dinero, y la reestructuración de la deuda externa con el pago de suculentas comisiones. Con la complicidad de funcionarios se contrabandearon armas y metales preciosos, se simularon exportaciones de automotores para percibir reintegros y se hicieron licitaciones “truchas” en entidades bancarias estatales. Todo prohijado por una política económica que impulsó normas para facilitar los negocios y encubrir sus rasgos delictivos. Como ello no fue suficiente, se cooptó parte de la Justicia a fin de proteger empresas o se sobornaron legisladores para sancionar leyes, práctica que continuó en gobiernos posteriores. Para mas información consultar el libro del economista e investigador del Conicet, Guillermo Vitelli, Negocios, corrupciones y política.

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