domingo, 13 de agosto de 2006

Transformación industrial en Australia y Japón

Cuando en 1853, el comodoro Perry se internó en la bahía de Tokio a la cabeza de sus cuatro buques y dio a escoger a los japoneses entre abrir sus puertos al comercio o ser bombardeados, actuaba en nombre del gobierno de los Estados Unidos, aunque ya no eran pocas las potencias europeas que abrigaban idénticos intereses a los del gobierno de Perry. Todos ellos tendían también a la apertura del mercado japonés para la venta de los bienes producidos por sus propias revoluciones en la industria manufacturera. Una serie de tratados comerciales habían alcanzado sus propósitos, y Japón fue precipitado a una revolución que vino a terminar con la forma de gobierno de siglos y a la instalación de una nueva legitimada por la Revolución Meiji, en 1868. ¿Cuál debía ser el futuro del nuevo Japón? En su fervorosa búsqueda de mercados para su superávit industrial, las potencias europeas dieron muestras DE UN FUERTE INTERÉS EN EL CONTROL DE LOS GOBIERNOS DE AQUELLOS TERRITORIOS EN LOS QUE VISLUMBRABAN OPORTUNIDADES DE MERCADO. Y si Japón no quería seguir el camino de los demás, tendría entonces que industrializarse como una forma de autodefensa. Ésta fue la política del nuevo gobierno Meiji. Fue el propio gobierno el que estableció nuevas industrias y renovó las viejas. En esta fase la economía japonesa tuvo que depender de préstamos tanto de capital como de ayuda técnica por parte de las potencias extranjeras. Pero fue la propia política gubernamental la que acabó con ellos en un tiempo muy corto. Para 1880 los expertos extranjeros ya estaban de vuelta en sus países, y las nuevas operaciones japonesas en la industria privada fueron entonces financiadas por el capital nacional. Esto requirió que las finanzas japonesas se diversificaran en nuevas operaciones, lo que significaba que debían ofrecer mayores beneficios. Combinado con la necesidad de rebajar los precios de los bienes importados, esto quería decir que los trabajadores japoneses de las nuevas empresas debían trabajar por jornada y bajo condiciones inferiores a las de las industrias similares controladas por sus competidores extranjeros, bien fuera en los propios países o en cualquier otra parte. Las colonias australianas, por su lado, no padecieron consecuencias de este tipo. Eran colonias pertenecientes al imperio británico. El capital inglés fluyó para la fundación de industrias pastoriles de rápida expansión, que abastecieron los molinos de Inglaterra y Escocia con materias primas de primera calidad. Los inversionistas británicos financiaron a las compañías carboneras que llenaban los arcones de los buques de vapor (en particular los británicos), para transportar manufacturas británicas hasta Australia y cargar de vuelta productos primarios australianos. Los gobiernos australianos recibieron préstamos de los inversionistas británicos para la construcción de carreteras, ferrocarriles y muelles para la distribución de las manufacturas británicas y la transportación de lana australiana de vuelta al país. Durante el siglo XIX, las inversiones británicas en Australia conformaron la economía australiana y su fuerza de trabajo. El empleo en las industrias pastoril y minera era mucho menor que en la de la manufactura, y existía un sector de servicios que creció tan próspero como el propio pueblo australiano. Hasta 1890, la demanda de lana australiana fue fuerte y los precios fueron altos; el capital británico se hallaba disponible tanto para empresas públicas como privadas. Los australianos, cuya mitad todavía eran nacidos en Inglaterra –y que contaban con una considerable capacidad de autogobierno–, NO SINTIERON LA NECESIDAD DE INDUSTRIALIZARSE RÁPIDAMENTE PARA PROTEGERSE A SÍ MISMOS DE LA OPRESIÓN DE ALGUNA POTENCIA EXTRANJERA, o para inducir inversiones locales en la manufactura presionando a su fuerza de trabajo.

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