domingo, 20 de agosto de 2006

Educación, Desarrollo y Equidad Social

La idea era que el subdesarrollo es un problema exclusivamente de crecimiento económico. La conclusión era: el crecimiento tenía que primar la eficiencia aunque fuera a costa de la equidad en la distribución de los bienes; era preferible un fuerte crecimiento económico con desequilibrios graves a un menor crecimiento con equidad. De este modo, se estimaba que la desigualdad económica no era un problema ni un cuello de botella para el crecimiento, sino una situación de partida que se iría corrigiendo de forma natural. Una vez superada la fase de despegue, el crecimiento se filtraría por ósmosis, repercutiendo sus beneficios en las clases más desfavorecidas en un proceso que sería extenso en el tiempo. La dualidad ricos-pobres debía dar paso al círculo virtuoso de inversión-consumo- empleo, por lo que una ruptura precipitada de la dualidad podía tener consecuencias económicas adversas. En otras palabras, los intentos redistributivos prematuros constituían una amenaza para el despegue. Sin embargo, esta simplificación de la realidad se mostró desacertada, conduciendo no sólo hacia una sacralización del crecimiento económico, sino incluso a la de las propias políticas dirigidas únicamente a resultados basados en el crecimiento acelerado del producto interior bruto. La realidad no respondió a la teoría. Si bien durante el período 1950-1973 se produjo un crecimiento económico efectivo en los países en vías de desarrollo se acrecentaron las desigualdades dentro de las mismas sociedades en desarrollo, porque, aunque el crecimiento fue notable, resultó absorbido en parte por el incremento de la población y en parte por las clases sociales más favorecidas. Las clases favorecidas, en vez de invertir, dedicaron las rentas al consumo de bienes suntuarios. A finales de los años 60 comienza a cuestionarse la premisa del modelo de crecimiento vigente. Empieza a abrirse paso la idea de que es un error identificar el crecimiento económico con el desarrollo y de que es necesario no sólo conciliar el crecimiento con el desarrollo social, sino también que el crecimiento económico se traduzca en desarrollo social. Esta nueva corriente de pensamiento rechazó un concepto puramente económico del crecimiento, basado en el nivel de renta, tratando de buscar nuevos indicadores que reflejaran las preocupaciones de estos países sobre el crecimiento y la equidad. El neoliberalismo ha ignorado o ha entendido de forma incorrecta la experiencia de desarrollo asiática. Como es sabido, mientras que América Latina oscilaba entre políticas nacionalistas y neoliberales, en Asia se abría una nueva vía. Los países de la cuenca del Pacífico optaron por una estrategia de crecimiento vinculada al refuerzo del Estado, a la exportación, a la competitividad, a la inversión y, sobre todo, a la estabilidad macroeconómica. Como es evidente, estos países no sólo iniciaron el despegue, sino que registraron un crecimiento equilibrado durante los años 80 y los actuales 90. Estos países demostraron que es posible un crecimiento económico sostenido y una disminución de las desigualdades sociales. Lo que se ha llamado «crecimiento equitativo» no es más que la adopción de una estrategia que combina, de una parte, la fortaleza del Estado con la inserción internacional, y, de otra, políticas económicas orientadas al crecimiento con redistribución de la riqueza de forma equitativa. Por su situación de partida, numerosos países de América Latina estaban en condiciones de emular el fenómeno de crecimiento equitativo. Sin embargo, como resultado de los dogmatismos nacionalistas y liberales de los años 70 y 80, ningún país latinoamericano consiguió en esos años un despegue equilibrado y sostenible. Hacia finales de la década de los 80 comienza a producirse cierto grado de consenso sobre la necesidad de conciliar la inserción internacional con la construcción de un tejido productivo articulado, de tal manera que el crecimiento económico permita atender a las necesidades básicas de la población. La evidencia disponible sugiere que ni la integración económica mundial ni el aislamiento pueden garantizar el desarrollo económico por sí solos: una sobredependencia y una especialización exportadora crean una vulnerabilidad que puede ser fatal; por otra parte, el aislamiento puede acarrear ineficiencia y despilfarro, lo que impide el crecimiento a largo plazo. Lo importante es la capacidad de adaptación y de transformación, para lo que es necesario un liderazgo político y económico. El papel del Estado resulta aquí incuestionable.

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