lunes, 26 de enero de 2009

Keynesianos y monetarista

Stiglitz se preocupa por el déficit fiscal. Propone: “Bajarles los impuestos a los pobres, aumentar los beneficios de desempleo, aumentar los impuestos a los ricos para: estimular la economía, reducir el déficit y disminuir la desigualdad”. Siempre la preocupación por el déficit. ¿Será keynesiana tal preocupación?. Keynes y Friedman ya no se oponen sino que “interactúan”: el Estado interviene en el plano fiscal (Keynes) y la política monetaria se encuentra en manos “independientes” (Friedman). Los monetaristas sostienen que crecer solo es posible con “ahorro previo”, Keynes decía al revés: la inversión determina el ahorro. Por lo tanto hay que estimular la demanda efectiva por medio del gasto público deficitario. ¿Pueden ser ambas cosas verdad?. ¿Puede en un caso la causa ir delante del efecto y en otro caso el efecto ir por delante de la causa?. Desde el punto de vista lógico no. La causa siempre debe preceder al efecto. Krugman, un neo-keynesiano festejaba el superávit de los tiempos de Clinton, porque pensaba –como Stiglitz– que eso estimularía la inversión privada. En la Argentina la promesa de un mayor gasto público, como en el anunciado plan de obras del Gobierno destinado a estimular la economía, recibe críticas instantáneas y diagnósticos sombríos de “insustentabilidad”, destilando que tras tal intento se escondería en verdad una concepción populista, irresponsable, etcétera. Con aires de suficiencia y seriedad, la sentencia se pronuncia bajo la forma de una pregunta cuasi retórica: “¿Hay billetera para hacer políticas keynesianas?”. Se responde: “Muchos dudan de que el Estado cuente con el presupuesto necesario para afrontar tal gasto...”. Impera aquí la lógica de Doña Rosa, es decir, la racionalidad de una economía familiar. Pero el tamaño del gasto público, e incluso del déficit público, no tiene nada que ver con esta racionalidad pre-keynesiana, según la cual cuando uno gana 1000 su gasto no puede ser 1500. Desde Keynes y Kalecki se sabe que esta regla, aplicada a la economía en su conjunto, es errónea. Resulta obvio que si la economía se desacelera (existe capacidad ociosa y desempleo) no sólo es factible sino deseable “recaudar 1000 y gastar 1500”. Hay algo incluso previo a esto, y es la verdadera naturaleza de la relación entre gasto público e impuestos. Contablemente, los ingresos del Estado representan flujos de fondos desde el sector privado hacia el Tesoro. Tales flujos reducen la cantidad de dinero disponible en la economía. Análogamente, todo gasto público representa un flujo de fondos desde el Tesoro hacia el sector privado y significa un aumento de la cantidad de dinero. El gobierno intenta así coordinar sus ingresos y gastos para mantener un nivel adecuado de liquidez en la economía (el asunto es complejo). Si el gobierno intentara financiar sus gastos con los impuestos (como sugiere la receta ortodoxa), el sector público se pararía por entero y no estaría disponible ningún bien y servicio. La noción de “financiación del déficit” resulta, en rigor, incorrecta. A diferencia del sector privado, mientras exista un banco central que tenga capacidad de financiar los gastos del gobierno, el Estado no se regirá nunca por los criterios de solvencia que rigen para las empresas privadas. En la concepción ortodoxa de las finanzas “sanas”, en cambio, se afirma que los impuestos son la fuente principal de financiación del gobierno y que deben evitarse la “creación monetaria” y el recurso al crédito. Es la misma lógica de una economía familiar. Un Estado “grande” necesita así mayores impuestos, que vendrían a ser recursos sustraídos de otros usos privados, como la inversión. Así, un Estado “chico” (mínimo) es requisito del crecimiento y el desarrollo. Por eso los gobiernos de los países como la Argentina se abstienen de comprometer gastos públicos en proyectos de infraestructura o en planes sociales. Se aduce, como hoy, que no hay recursos fiscales para financiarlos. Esto ciertamente obstaculiza la recuperación y el crecimiento, y mantiene altos niveles de pobreza, no porque los impuestos sean necesariamente bajos sino porque los gastos del gobierno están arbitrariamente ligados a los impuestos, y por ende son comprimidos arbitrariamente. El enfoque correcto es evaluar el gasto (déficit) público por su funcionalidad con relación al conjunto de la economía y especialmente a su nivel de empleo. Cualquier déficit mayor será inflacionario y cualquier déficit menor será recesivo. La defensa histérica del superávit fiscal es una costra que han dejado los monetaristas hasta en los keynesianos actuales.

No hay comentarios.:

Entradas Relacionadas

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...