viernes, 25 de agosto de 2006

Planear la economìa

La Gran Depresión de la década de 1930 en los Estados Unidos dejó al desnudo la incapacidad del saber teórico liberal para solucionar los problemas económicos y sociales en medio de una crisis. De 1929 a 1933, el Producto Nacional Bruto norteamericano cayó en cerca de la mitad, el consumo de bienes durables en un 70%, la inversión se redujo a su quinta parte, los precios al consumidor disminuyeron 24% y, lo que es más grave, el número de desocupados pasó del 3 % al 24 % de la población activa. Esta situación, inédita en la historia económica de EEUU, hizo necesario utilizar un nuevo herramental práctico que la teoría tradicional no podía brindar a fin de hacer frente al deterioro de las condiciones sociales de vida, la desocupación, la deflación y la crisis en los sectores productivos y financieros. El pensamiento económico ortodoxo se expresa en la llamada Ley de Say, que tiene dos postulados principales. Ante todo, el reconocimiento de la existencia de una fuerza natural propia del mercado que asegura que toda oferta crea su propia demanda para cualquier nivel de producción y de empleo. Luego, el supuesto de que la parte del ingreso ahorrado (no gastado en bienes de consumo) se destina a la inversión y de que la demanda futura podrá satisfacerse mediante la inversión presente. Hasta la década del veinte, estos postulados eran los pilares de la corriente principal de la economía. Con la crisis y posterior depresión de los ‘30, los argumentos empíricos y teóricos contrapuestos a la idea de un orden natural tomaron fuerza. La gran crisis demostró que existía una contradicción entre el interés de cada individuo y el interés de todos; que ambos no coincidían en la práctica. La objeción más directa a la Ley de Say consistió en reconocer el hecho de que la oferta no crea su propia demanda y las crisis son una consecuencia del funcionamiento mismo del sistema. Es una falacia suponer que existe un eslabón que liga las decisiones de abstenerse del consumo presente con las que proveen al consumo futuro siendo que los motivos que determinan las segundas no se relacionan en forma simple con los que determinan las primeras. ¿Qué debería entonces hacerse ante una depresión tan profunda como la de los años ‘30 en EEUU? Según los economistas ortodoxos, cualquiera sea su causa, la existencia de las condiciones de libre mercado llevarían al reestablecimiento del equilibrio y, por el contrario, la intromisión de la política económica en una dirección contraria a garantizar el laissez- faire perpetuaría la crisis. En cambio, los economistas norteamericanos surgidos de la crisis veían la necesidad de solucionar pronto los grandes problemas generados por el funcionamiento del capitalismo en su país. Algunos sostenían que los fenómenos de desocupación involuntaria y la parálisis de los sectores productivos eran males ocasionales y, en consecuencia, una vez atacados los mismos mediante la intervención del Estado, la iniciativa privada volvería a asegurar la eficiencia y la igualdad económica. Desde una óptica diferente, otros pensaban que los graves problemas ocasionados por la Gran Depresión eran estructurales y no podían resolverse con medidas de coyuntura: necesitaban una estrategia permanente y de más largo alcance por parte del Estado. Entre los principales defensores de la segunda visión, los que creían en la necesidad de elaborar un programa de largo plazo basado en criterios de planificación, esta Rexford Guy Tugwell, uno de los asesores principales del presidente Roosevelt en la concepción de lo que llamó el New Deal (Nuevo Pacto) programa económico que ayudaría a EEUU a salir de su crisis. Tugwell consideraba al laissez-faire como el origen del desastre de los años de la depresión, dado que los hombres de negocios tenían como propósito principal la obtención de ganancias, pero no sólo mediante aumentos de la producción sino también a través de conductas especulativas, aumentando la incertidumbre y generando capacidad ociosa. Tugwell exhortaba a la reorganización y revisión de las instituciones sobre nuevos principios basados en el planeamiento. Los momentos depresivos -como los que se vivían- constituían un ambiente propicio para el cambio de ideas y la toma de conciencia en dar mayor seguridad a los negocios y a la sociedad y reducir la incertidumbre. En tales circunstancias los empresarios pedían que el gobierno interceda. El gobierno debería ajustar la producción al consumo a través del control de los precios y de los márgenes de ganancias y, como primer paso, de asegurar una adecuada capacidad de compra, aunque estas medidas encontrarían, sin duda, la oposición de los grupos de poder. Tugwell pensaba, sobre todo, en la necesidad de establecer organismos de control que, aun bajo la naturaleza aparente de instituciones consultivas, representaran un avance en reconocer la necesidad de dar orden y razón al sistema económico por sobre la competencia “aventurera”.

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